domingo, 4 de abril de 2010

EL TREN DE MI INICIACIÓN

Por: Fernando Borda
Aprend:. M:.


"Bueno Fernando, ya no hay marcha atrás"…Eso fue exactamente lo que me dije a mí mismo, y lo dije entre dientes para que mi guía no me escuchara, mientras me acomodaba la venda en los ojos. Estaba totalmente nervioso. Ni siquiera ese mordisco de sonrisa que me acompañaba desde que me estaba acomodando el corbatín frente al espejo en mi casa alcanzaba a mitigar mi nerviosismo. El tren de mi iniciación masónica comenzaba de esa forma su decidido viaje hacia la luz y conmigo abordo. Ángeles de mi guarda los versos de Antonio Machado "caminante no hay camino, se hace camino al andar" me dieron calma.

Lo que siguió fue todo confuso. Recuerdo ―eso sí― una mano amiga que me guiaba de arriba a abajo entre obstáculos, escaleras y pasillos mientras yo con mis ojos vendados, sólo me alcanzaba a imaginar eternos laberintos multidimensionales por los que iba atravesando con la ayuda de un par de sandalias que me quedaban grandes. Por fin me encontré pisando arena y ya sin venda en una suerte de cámara oscura y fría, cercado por una serie de imágenes que suscitaban más preguntas de las que respondían. Sobre una mesa, un pedazo de pan, una vela, una calavera, un espejo con unas inscripciones, un gallo, una lanza, una serie de advertencias que más que amenazantes, me reconfortaban, y, por supuesto un ataúd en el que reposaba un esqueleto. Lo comprendí; esos símbolos me estaban hablando. Y me hablaban con la autoridad milenaria de un antiquísimo idioma que articulaba una explosión de mensajes encriptados, una baraja entera de nuevos secretos que mis oídos y mis ojos tan novatos y profanos aún no estaban en capacidad de comprender.

Sobre la mesa encontré una hoja y unas preguntas. Recibí órdenes de contestarlas y así lo hice. Era un testamento. Tenía entendido que esta clase de documentos se escriben ante la conciencia de la propia muerte, por lo que así ―de repente― cobró sentido la escena; era mi testamento, mi muerte. Respondí y acto seguido, nuevamente vendado, atravesaba los mismos laberintos multidimensionales de regreso a quién sabe dónde. Un "¿Quién osa interrumpir nuestros trabajos?" quedó en el aire esperando respuesta. No tenía ni idea qué decir. Dudé. La mano amiga se adelantó a responder por mí. Sentí alivio. Atravesé una puerta mientras la punta fría de una espada sobre mi pecho me daba la bienvenida. Estaba convencido que aquel testamento que había escrito minutos antes moría conmigo. Pero no, ya había sido leído e incluso una voz me solicitaba aclaraciones. Pensé por un momento defender mis palabras, pero decidí dejar que hablaran por sí solas.

No recuerdo bien cómo, ni en qué momento, pero mi recorrido no acabó ahí. Tres viajes lo siguieron, cada uno más calmado y tranquilo que el anterior. En silencio agradecía a la mano guía que nunca me dejó tropezar, siempre se mantuvo firme, me dio confianza incluso ante el sonido de espadas y el calor del fuego. Al término del tercer viaje, me ofrecieron dos tragos. Me es imposible hoy recordarlo todo en estricto rigor, pero me es igualmente imposible olvidar el sabor de la primera bebida. La segunda supo mejor, aunque les confieso que no le bastó para disimular el sabor de la primera. Luego me pidieron sangre y ofrecí temerosamente la mano esperando el frío calor de una cortada que menos mal nunca llegó.

Ya me estaba acostumbrado a aquello de suponer y no ver, cuando me devolvieron la vista. Al alzar la mirada, me apuntaban 10 o 15 espadas a contraluz. No me inquietaron. Las sentí guardianas, casi amigas. Lo que más me impactó ―debo mencionarles― fue la fisionomía del templo. En mis ciegas especulaciones había imaginado el lugar como una especie de cueva medieval oscura. Linda fotografía hacían las columnas, las sillas, las vestimentas, los cuadros, el brillante piso ajedrezado y sobre todo ese alumbrado cinematográficamente que provoca un tono dramático. Vi a mi padre, masón invitado y comprendí ahí mismo muchos aspectos de mi educación bajo su luz, reconocí las caras familiares de Mauricio y de Alfredo Bustillo. Los demás rostros me miraban con una expresión de solmene bienvenida. Parecían todos personajes ficticios sacados de otra dimensión. Eso ―debo confesarles― me agradó. Supongo que no me gustan mucho las cuevas sin luz.

Aprendí unos símbolos, unas formas, unas palabras, unos saludos que ya no son más un secreto, pero sé que me esperan muchísimos más. Ciertamente es un nuevo idioma el que me aguarda sigilosamente desde cada uno de los rincones de la masonería.

El SegVig me ha pedido que escriba unas palabras sobre lo que sentí durante mi iniciación. Pues bien, el tren de mi iniciación hizo paradas en varias estaciones: miedo, incertidumbre, tranquilidad, ansiedad, alegría, paz, frío y hasta fiebre. Pero si he de rescatar una sensación en particular, sé de una que me acompañó en el momento más crucial de mi iniciación: el cuarto oscuro: hablo de aquella sensación de muerte. Una muerte muy simbólica, claro está, pero no por ello, menos intensa, porque se trata de la muerte del profano, conditio sine qua non de este nuevo despertar de la conciencia, de este renacimiento en forma de ApredM

Desde esa noche del 13 de agosto en aquel cuarto de reflexión ―con su mesa, su pedazo de pan, su vela, su calavera, su espejo con las inscripciones, su gallo, su lanza, su serie de advertencias, y, por supuesto su ataúd en el que reposaba aquel esqueleto― sentí que de alguna forma morí. Desde esa misma noche sin embargo ―debo confesarles― nunca me he sentido tampoco más vivo.

Varios brindis después, ya en casa, me miré nuevamente al mismo espejo que horas antes me devolvía la imagen de un tipo acomodándose el corbatín con una sonrisa emocionada en la cara y lo pude ver claramente. Era el reflejo de mi piedra bruta, la silueta de mi conciencia aún amarrada al mundo profano. Siempre había estado así ―supongo―, presa, atada, pero es que ahora era ―y soy― consciente de ello. Comenzó desde esa noche el trabajo para salir de mis tinieblas hacia la luz, de ordenar mi caos. La masonería ya me entregó las herramientas. Con la voluntad y la tenacidad firme de mi nuevo mazo iré dando golpes cada vez menos desbocados, cada vez más diestros al cincel que concentrando esa fuerza, la canalizará, la orientará y la distribuirá armónica y más certeramente en la dirección apropiada. Perforaré donde tenga que perforar, removeré las asperezas de lo inútil y lo perjudicial y esculpiré la forma del hombre que quiero ser desde las entrañas de esta piedra bruta, día tras día, tenida tras tenida, año tras año.

Ardua labor me espera ―vaya que sí―; el tren de esta iniciación sólo me ha llevado a una nueva estación cuyo horizonte (mucho más extenso) vuelca su mirada hacia el oriente. Voy lento y seguro, no llevo equipaje y con mazo y cincel en mano estoy dispuesto a ser el caminante de mis propios caminos. Me impulsa sólo mi decidida vocación de obrero por pulir mi piedra, romper mis cadenas y conquistar la plena y absoluta libertad, y por supuesto no esto solo, me acompañan ―ustedes― mis hermanos.



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